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Agnès Mateus y Quim Tarrida EN RESiDENCiA en el Instituto Quatre Cantons
el proceso como propio
Los creadores escénicos Agnès Mateus y Quim Tarrida se propusieron al principio del proyecto compartir con los alumnos el proceso de creación de un espectáculo teatral. Se trataba de hacerlos partícipes de sus decisiones para que vivieran todo el proceso como propio. Huelga decir que esta es la primera vez que la Sala Beckett hace de mediadora con unos artistas escénicos que no son dramaturgos, y la diferencia se ha notado. El dramaturgo (como mínimo, los dramaturgos que habíamos propuesto hasta ahora), acostumbrado a trabajar en solitario, tendía a un proceso de creación más bien metódico y pautado. Para Mateus y Tarrida, por el contrario, un proceso de creación supone, desde el principio, caos. O, más que caos, acumulación de experiencias, ejercicios, ideas, propuestas... Y a partir de una probatura constante, ir decidiendo qué se descarta y qué queda. De hecho, ya el primer día, Mateus y Tarrida explicaron que, para ellos, el proceso de creación era como un guiso, es decir, consiste en meter en un cazo lo que tienen a mano hasta que ese guiso empieza a coger sabor. Entonces, nace una creación que poco a poco irá creciendo. Esta puede ser una explicación bien gráfica de lo que ha sido el proceso de trabajo con ellos dos. Aunque esta idea de lo que es “hacer teatro” chocó de lleno con la idea que tenían los estudiantes, ya que, para ellos, tal como dijeron el primer día del curso, hacer teatro consistía en aprenderse un texto de memoria y representarlo. Y eso es lo que esperaban hacer durante la residencia. Pero Mateus y Tarrida muy pronto dejaron claro que lo que ellos propondrían no sería para nada eso.
Los primeros meses, de octubre a febrero, fueron un periodo de conocimiento y de tanteo mutuos. Por una parte, Mateus y Tarrida se presentaron a sí mismos, hablaron de su trayectoria y mostraron fragmentos de algunos de los espectáculos que habían llevado a escena hasta entonces (sobre todo de su último espectáculo, Rebota, rebota y en tu cara explota, que tuvo un gran éxito). Por otra parte, fueron proponiendo ejercicios de diversa índole a los estudiantes, para conocerlos mejor. La mayoría surgieron de uno que hicieron muy al principio, cuando pidieron a los estudiantes que escribieran en notas adhesivas todo lo que les gusta y lo que no les gusta y las colgaran en la pared, hasta que las paredes del aula quedaron llenas. Eso permitió a Mateus y Tarrida conocer sus gustos (y odios varios) y pensar en ejercicios que, de alguna manera, motivarían a los chicos y chicas. Así, un día les hicieron aprenderse coreografías del “Fortnite”; otro, tuvieron que bailar como si estuvieran en una discoteca; otro día se trasladaron a los servicios e hicieron un ejercicio allí para que tomaran conciencia del espacio; más adelante también tuvieron que hacer un ejercicio por el aula con una oscuridad y un silencio totales y absolutos; un día salieron a la calle e hicieron que se fijaran en detalles a los que no solían prestar atención y escribieran historias a partir de estos detalles, etcétera. Son unos ejercicios en los que nada está bien o mal hecho, simplemente, se trata de que los alumnos aprendan a dejarse ir y jugar, con toda la libertad de la que sean capaces, algo que parece fácil pero que, a veces, no lo es tanto.
A partir del mes de marzo llegó el momento de concretar el proyecto. Mateus y Tarrida hicieron una elección de entre todos los ejercicios realizados (y otros ejercicios nuevos: un día propusieron probar una batalla de pasteles de nata —¡no diré cómo quedó el aula de ensayo!— y, otro día, leer un texto en voz alta mientras los alumnos que no leían los acompañaban dando un concierto con el sonido de chicles al hacerlos explotar) y establecieron una posible estructura. Eso no quiere decir, de modo alguno, que su propuesta fuera ya definitiva. Los chicos y las chicas tuvieron que ir probándola y, a partir de ahí, se descartaron y añadieron más cosas: esto funciona, perfecto; esto no nos gusta, fuera. Y los alumnos se dieron cuenta de que una cosa puede ser muy bonita (o divertida, o interesante) de manera aislada, pero que, en un conjunto, donde todo ha de sumar y nada chirriar, a veces hay que sacrificar cosas que gustan pero que no acaban de encajar.
El proceso fue lento. Los alumnos se lo pasaban muy bien, aunque, a veces, no tenían claro hacia dónde les llevaría, hacia dónde iban, ya que, como he dicho antes, a principios de curso esperaban participar en la creación de una obra de teatro más bien tradicional (con una historia ficticia, unos personajes concretos y un nudo, un desarrollo y un desenlace) y Mateus y Tarrida les rompieron los esquemas, pues les propusieron hacer una obra de teatro performativa y experimental, sin una narración lineal.
Finalmente, en el último mes, ya con una estructura clara y definida, en cada sesión se repasaban unas escenas y se aclaraba cualquier cosa relacionada con la estructura y con el quién hacía qué. Al mismo tiempo, se aprovechaba la tercera hora para volver a pasar escenas ya ensayadas, repasar texto, practicar lo que no había salido y añadir algún pequeño cambio de texto. Poco a poco, la muestra iba tomando forma.
El proceso de ensayo de la obra (y, de hecho, prácticamente toda la residencia) tuvo lugar en un aula de interpretación de la Sala Beckett.